Seguimos perdiendo

La pluma de Alejandro Pascolini fluye en nuestro espacio.

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En “Ensayos sobre individualismo” el antropólogo francés Louis Dumont (1) se pregunta cómo es que en la civilización occidental actual se venera una imagen sacrosanta del individuo como autónomo, independiente en última instancia de toda determinación cultural y esencialmente íntimo. Al respecto, nos interesa aquí tomar sólo un sesgo particular que adopta como posible explicación acerca de este fenómeno: el sesgo religioso.

Según Dumont luego de que tanto Platón como Aristóteles acentuaran el hecho de que el hombre es hombre en tanto ser social y que no puede pensarse la dimensión humana sin su ligazón política y sin su relación con lo divino (entendiendo tanto lo político como lo divino como dos instancias opuestas al ser individual, oposición que funciona dando un complemento dialéctico a ese ser y entonces brindándole existencia) se produjo un vuelco radical en esta concepción: el mundo helénico comienza a pensar la verdad, el ser y dios en dicotomía con el mundo. Para encontrar la virtud y la sabiduría el proyecto pasa a ser el de aislarse de las preocupaciones de la política y de la vida cotidiana. El “afuera” se vuelve una tentación a resistir para la búsqueda de un crecimiento interior y una conexión más íntima con dios.
Por otro lado, los renunciantes indios parecían compartir esta desconfianza con el Otro como tal y también volcarse al Uno interior para encontrar esa soledad tan necesaria para ser al fin uno con el todo fuera del ruido de los placeres y dolores momentáneos.

El budismo, el estoicismo y el cristianismo también comparten esta necesidad de devaluar el mundo para valorar el alma eterna, individual y entonces poseer una mejor relación con dios.

Según el comentario de Dumont, Cristo y luego San Pablo se ocuparon de relativizar lo mundano siguiendo en este sentido quizás la enseñanza de los estoicos que promulga que el único bien es interior al hombre y que la vida en el mundo es jerárquicamente inferior a la relación con dios. De hecho el mismo San Pablo como padre de la iglesia declaraba que las instituciones mundanas no son problemáticas mientras no atenten contra la fe.

Pero ocurre otro vuelco histórico significativamente importante para ubicar esta devoción por lo individual que nos aqueja actualmente.

San Agustín quién vivió entre el 354 y el 430 después de Cristo asevera: “si el estado no rinde justicia a dios no es estado” comenzando con esta admonición a quebrarse el equilibrio entre las instituciones de la fe y las políticas. Ya no se trata de darle al Cesar lo que es del Cesar y a dios lo que es de dios sino que El príncipe o el monarca debía ajustar su política a los dictámenes religiosos, perdiéndose entonces una importante independencia del estado de la fe.

Tiempo después lo tenemos al papa Gregorio el Grande (540 -604) quien redoblando la apuesta asegura: “que el reino terrestre sirva al reino celeste”
En el siglo 4 Constantino se hace cristiano y comienza un ascenso del poder de la iglesia católica en lo respectivo a arrogarse el poder supremo occidental.
La iglesia ya no acuerda con el poder político a los afectos de poder tener la seguridad de seguir existiendo para continuar tranquilamente su práctica espiritual sino que activamente interviene para reinar sobre aquellos asuntos que antes despreciaba por considerarlos ajenos a dios. El mundo ya no es algo pasajero, lo terrenal ya no es aquello que distrae sobre las cuestiones divinas sino que ahora es necesario mandar sobre la economía, el poder, las costumbres, es decir la iglesia es una nueva industria ideológica.

Recordemos que tanto el cristianismo como las otras prácticas religiosas y escuelas filosóficas acentuaban que el mundo interno del hombre es la sede de la verdad.
Ahora la iglesia católica continúa su idealización de lo íntimo como lo divino pero se suma que ya no queda esta creencia en los límites de los ámbitos practicantes sino que al tener una injerencia política potentísima genera efectos ideológicos y psicológicos extremos.

El autor que tomamos para pensar esta línea de análisis reconoce realizar un salto histórico considerable del siglo 5 a la obra y vida de Martín Lutero (Alemania 1483-Alemania 1546) y luego a la de Juan Calvino (Francia 1509- 1569 Suiza)
Lutero “protesta” contra la iglesia católica al rechazarla como instancia mediadora del sujeto con dios ya que cada hombre sólo con su fe, amor, y razón podría tener una relación individual y directa con lo divino sin necesitar para esto ninguna burocracia clerical.
Es la propia voluntad la que conduciría a cada individuo a participar de los designios de dios y no la intervención de un edificio de obligaciones y rituales venidos desde afuera.

Pero luego Calvino dice retomar las enseñanzas luteranas aunque en realidad podemos advertir que crea una doctrina diferente.
En principio disuelve lo que quedaba de la antigua diferenciación cristiana entre mundo y extramundo, radicalizando la posición de injerencia sobre todos los asuntos políticos que ya realizaba la iglesia católica pero acentuando la necesidad de dominar al estado desde la religión.

Para Calvino el pensamiento y la voluntad individual son las herramientas para ser un buen religioso, pero esta creencia debía imponerse, siendo severamente reprobados quienes no se adherían a los nuevos preceptos.

Es decir la experiencia singular y solitaria con la verdad es la nueva política de estado.

Si los renunciantes de la India o el propio Cristo entendían a dios como un encuentro fuera de los asuntos políticos pero no imponían este modo de espiritualidad (sólo buscaban no ser molestados por esos asuntos) a quién no deseaba sumarse, luego se trata con Calvino de adoctrinar con la idea de que sólo con la propia voluntad se debe alcanzar la verdad y la justicia (despreciando el lazo comunitario y la trasformación colectiva)

Y esto llega hasta hoy…

Transfiriendo esta cosmovisión a la actualidad (asumiendo que sólo estamos tomando la vertiente espiritual-política del individualismo) asistimos actualmente a este imperativo: debemos ocuparnos de nosotros mismos.

Si queremos mejorar nuestro ánimo o tener una relación distinta y más favorable con nuestro entorno debemos primero “conocernos bien por dentro.” El dolor ajeno no debe ser nuestro problema.

La psicología hegemónica habla de “ocuparse de uno” antes de escuchar los gritos de desesperación de nuestros amigos.

En el plano político el desmerecimiento por el compañero de trabajo, la indiferencia a nuestros vecinos y el desprecio por las necesidades ajenas ya que las mismas pueden distraernos de lo verdaderamente importante que es encerrarnos en nuestra propia imagen se encuentra a la orden del día.

Todos creemos en el “primero yo” y en el salir adelante por nuestro propio esfuerzo, el nuevo pecado (y he aquí un legado muy importante de la ideología calvinista) es ayudar o dejarse ayudar.

Están llenos los gimnasios de gente admirando como cambia su cuerpo, los transportes públicos de entes pensando en llegar a sus casas y ver sus series.
Cada uno regocijándose mentalmente con triunfos miserables y solitarios, cultivando su imagen, su fuerza, su miedo.

El clisé que atraviesa el mundo es “debo ser yo mismo” enunciado que se supone original por quién lo formula (cuando paradojalmente todos decimos lo mismo) pero que es debitario de una ideología que responde a un proceso histórico que beneficia intereses políticos y económicos ya que si cada uno sigue mirándose al ombligo es imposible hacer una revolución.

(1)Louis Dumont “Ensayos sobre individualismo” Una perspectiva antropológica sobre la ideología moderna Alianza Editorial (1987) España

Alejandro Pascolini.

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El sociólogo alemán Norbert Elias en su obra “Ensayo teórico sobre las relaciones entre establecidos y marginados” (1) afirma que la discriminación social asienta sus bases en un proceso complejo y estructurado donde algunos grupos sociales se consideran mejores que otros esgrimiendo como argumento de este sentimiento de superioridad motivos de índole natural o biológico.

Al respecto, da cuenta de cómo el hecho de que unos integrantes de un país puedan destilar su desprecio y violencia sobre determinadas poblaciones encontraría su justificativo en el color de la piel de los miembros de estas poblaciones o en alguna otra característica física que les sería inherente.

Presenta al respecto el caso de los “Burakumin” japoneses que portarían, para el imaginario de esa nación, un lunar azul, sesgo que marcaría a fuego su condición de inferiores morales.

Pero lo que recalca Elías es que el prejuicio discriminatorio apunta principalmente a acusar a los destinatarios del mismo de no poseer con respecto a las leyes y normativas de una sociedad un vínculo de respeto y acatamiento.

Quienes poseen en Japón un lunar azul o quienes aquí en Argentina se señalan como “negros” son por motivos naturales y por lo tanto inmodificables, fácilmente corrompibles, inclinados por algún orden eterno al robo, la mentira, la estafa y también a la violencia.

Información irreflexiva pero sistemática, pseudocientífica y caprichosa, pero eficaz en la producción de sentido común, todo aquel que no pertenezca (incluso más allá de su situación económica) al conjunto de lo que se ajusta al perfil instituido de “hombre o mujer bien de clase media” es fácilmente tildado de “chorro” por esta estrategia de estigmatización comunicacional.

Consecuentemente, Norbert Elias afirma que al sector discriminado (que detentaría esencialmente el irrespeto por las normas éticas y morales de la comunidad) se le proyectarán los aspectos más miserables y ruines de esa comunidad.

Pero si revisamos algunas concepciones teóricas tanto del sociólogo francés Gilles Lipovetsky como del psicoanalista argentino Enrique Pichón Riviere podemos darle una vuelta de tuerca dialéctica a la afirmación precedente: si bien puede parecer evidente que las minorías discriminadas cargan sobre sí los aspectos más indeseables y negativos del imaginario social también podemos preguntarnos si acaso la insistencia en su estigmatización no encubre cierta envidia… cierto odio por percibir a los discriminados más vitales, más felices…

Lipovetsky en su texto “La era del vacío” (2) afirma que desde la década del sesenta del siglo anterior estamos transitando la llamada era posmoderna. Dicha era se caracteriza por una creciente ideología de la desideologización.
Para este autor vivimos en un desierto de significaciones sociales compartidas, donde la concepción imperante de la realidad que se sostiene es que no hay realidad común. Cada individuo “a la carta” concibe el mundo según sus apetencias personales e incluso su capricho.

En una continua y metódica relativización de todo lo que existe hay algo de lo que no se duda y es que todo es relativo. Paradoja poco advertida es que este forzamiento a renunciar a toda perspectiva totalizadora del mundo es una perspectiva totalizadora.

En este sentido, en lo que Lipovetsky denomina “desmotivación de la cosa pública” el sujeto posmoderno se encuentra cada vez más apresado en un nihilismo ingenuo que lo lleva a dudar e incluso a no interrogarse siquiera en la necesidad de articular sus acciones con el otro a los fines de un bien común.

Cada vez más preocupado por sus “procesos interiores” y por todo lo que supone que concierne a su propia persona: su cuerpo, su salud física y mental, sus propiedades, la importancia personal que puedan tener sus opiniones en su círculo íntimo, sus manías y caprichos, etc., el sujeto de la posmodernidad descree ya de los ideales modernos de un futuro mejor para entregarse a “vivir el momento” según las nuevas y cambiantes exigencias del mercado.

Seducido por una publicidad constante de consumo, vive regido por la obligación de consumir aquello que lo hará libre, de adquirir alguna nueva distracción que lo hará despertar del infierno de aburrimiento donde vegeta su apatía cotidiana.

Si la era moderna se rigió por los ideales científicos y filosóficos que brindaban una orientación de sentido y de entusiasmo en torno a la idea de un progreso de lo humano y la posibilidad de una transformación radical de las condiciones de existencia, en lo posmoderno se trata del efecto de la desilusión de este proyecto político y del redireccionamiento del interés por la finalidades sociales a la esfera narcisista y hedonista. En palabras de Lipovetsky: “De hecho el narcisismo surge de la deserción generalizada de los valores y finalidades sociales, provocada por el proceso de personalización. Abandono de los grandes sistemas de sentido e hiperinversión del yo corren a la par: en sistemas de rostro humano que funcionan por el placer, el bienestar, la desestandarización, todo concurre a la promoción de un individualismo puro, dicho de otro modo psi, liberado de los encuadres de masa y enfocado a la valoración generalizada del sujeto” (3)
Entonces ya no se trata de diseñar una sociedad más justa y equitativa pero tampoco de oponerse a quienes darían la vida por estos ideales. Todo da lo mismo, todo es igual, lo conservador y lo revolucionario se representan como memes para expresar infinidad de cuestiones o ninguna.

Reina una tolerancia cool hacia toda posición existencial, homogeneizándose la perspectiva social de manera tal que la proposición de alguna jerarquía de valores causa un desprecio cínico o la más radical indiferencia.

Da lo mismo la confesión de una traición que la explicación de cómo bajar la aplicación de un banco.

Los principios que brindarían un sentido a la vida de los sujetos se licuan a favor del deslizamiento por una rutina de diversiones sin trascendencia sólo funcional a pasar el momento de la forma más placentera e intensa posible.

Estamos obligados a ser libres, paradoja fundamental para entender cómo nos esclavizamos a un sistema que nos atrae hacia su polo de consumo prometiéndonos placer e intensidad pero sólo potenciando un sentimiento abismal de soledad y confusión.
Se neutralizan las pasiones, inyectándose un clima de comprensión, respeto y moderación donde las expresiones viscerales de odio pero también las de amor son ridiculizadas…

El hombre posmoderno hace de su tolerancia un dogma sangriento y cruel, descomprometiéndose de toda actividad social que subvierta su posición equidistante acerca de todo lo que le parece extremista, crispado, poco prolijo y elegante.

Esto no significa que no se abracen causas sociales pero siempre en una posición light, sin molestar al vecino, sin que las lágrimas hagan ruido.

La indignación tiene su estética y sus objetos, sus lugares donde conversar acerca del enemigo y las plataformas virtuales donde subir las imágenes del meeting.

Todo es estetiranizable (se impone vertiginosamente el consumo de imágenes a una velocidad que dificulta la reflexión sobre las múltiples resonancias que puedan tener las mismas, opacificándose la capacidad de lectura de las diversas significaciones sociales que portan), consumible, pero especialmente rápido, no importa lo que tengas que contar lo crucial es lo que lo hagas de manera divertida, dinámica, humorística y lo principal de lo principal: rápido.

Tan velozmente como vemos un bombardeo, asistimos como alguien canta, baila, y como se somete a un niño; todo con el mismo tono emocional, despreocupado, tímido, apático, cínico.

El reproche al que reflexiona, toma su tiempo para trasmitir una idea, improvisa, es que es gaga, es decir que sus códigos comunicacionales olvidan lo efectivo para esta generación.

En esta generación hay que hacer otra cosa, no se sabe qué pero otra cosa, deslizamiento infinito sobre plataformas que divierten tan pronto como angustian porque ya no divierten.

El ideal de la realización personal eclipsó los ideales de realización colectivos, el respeto por la singularidad imposibilita poder pensar que no todo es respetable.

Ya no hay opresores, sólo personas que piensan distinto, todos tenemos nuestra verdad ni mejor ni peor que la del resto. Indignarse no es inteligente, luchar es una pérdida de tiempo, mejor usar esa energía para “conocerse a sí mismo”

La explotación del hombre por el hombre ahora no es solamente por la coerción sino por la seducción. Mediante tonos familiares y cancheros nos hacen partícipes de una empresa donde siempre salimos perjudicados. Con una sonrisa y con la propuesta de horarios flexibles y un ámbito de trabajo relajado y en pantuflas nos hacen creer que no estamos lo suficientemente adaptados si no estamos conectados las 24 horas a las demandas de la empresa- institución.

Ya no importa si somos abogados, arquitectos, docentes, carpinteros, no importa nuestra dedicación, esfuerzo, historia laboral, etc., si no sabemos utilizar plataformas virtuales estamos desactualizados, fallamos, no sabemos…

Siempre en casa, tenemos que estar cómodos, tenemos que aggiornarnos, tenemos que responder rápido, tenemos que hacer varias cosas a la vez, tenemos que, tenemos que, para ser libres.

Este dogma posmoderno de la relajación genera como todo saber que se erige absoluto, necesidad de sostenerse mediante sacrificio y violencia. El sostenimiento del régimen opresivo y opresor posmoderno implica el desprecio hacia quienes sostienen valores como la lucha colectiva, la reivindicación de los derechos de los oprimidos, la teorización y la organización de planes políticos organizados y a largo plazo.

El sujeto posmoderno odia a quien no está inmerso en su aburrimiento e indiferencia y milita sin saberlo (si lo supiera tendría que organizar esa lucha y entonces no sería tan posmoderno) contra toda institución que represente valores de solidaridad y encuentro: el sindicalismo es una de esas instituciones…

Mediante el humor (herramienta principal del posmodernismo para banalizar todo discurso que tenga cierto peso en términos de verdad y compromiso) comunicadores, políticos, animadores, gente de a pie, se burla de los sindicalistas… ¿y cuál es el argumento principal de esa denostación irónica? Por un lado, la respuesta que propongo pensar se articula con lo que el sociólogo alemán Norbert Elias afirma al comienzo del presente texto: El reproche principal que se le endilga a los colectivos denigrados es la falta de sujeción a la ley. No por nada la burla, el humor ruin y mediocre que se destila hacia el ámbito sindical tiene como caballo de batalla que en ese ámbito se roba, se corrompen sus integrantes, que hay corrupción generalizada, es decir poca sujeción a los valores morales y éticos y a la legalidad.

Pero también, y en consonancia con los desarrollos de Lipovetsky y Pichón Riviere, se ataca prejuiciosamente al sindicalista porque se lo sabe con otros valores que la indiferencia, la confusión y el sinsentido.

Se lo ataca porque es feliz ya que en su lucha cotidiana encuentra un sentido a su existencia y no tiene que drogarse con la múltiple oferta de zanahorias que nos brinda el posmodernismo para hacernos olvidar que todo nos da lo mismo y que por eso nuestra vida es insípida, vacía, aburrida, ni siquiera trágica.

Se acusa mediante el humor al sindicalista de robar pero no al empresario, ni al científico, ni al periodista, ni al psicólogo, ni al humorista, porque ese humor banal está dirigido a calmar la envidia que se siente por percibir a alguien que vive distinto, con alegría y con compromiso.

En palabras del psicoanalista argentino Enrique Pichón Riviere: “Detrás de un prejuicio se encuentra siempre la envidia. Ya sea por la laboriosidad, la belleza, la visión del futuro o la manera de encarar el mundo que tienen los seres objetos del rechazo”

 

(1) Norbert Elias “Ensayo teórico sobre las relaciones entre establecidos y marginados” Grupo editorial Norma 1975.
(2) Gilles Lipovetsky “La era del vacío” Ensayos sobre el individualismo contemporáneo” Editorial Anagrama 1983.

Gastón Bachelard plantea que en el ámbito científico existe una particular imposibilidad para adquirir nuevos conocimientos que no consiste en alguna dificultad específica del objeto a investigar ni tampoco en un impedimento teórico o técnico del investigador sino en un límite severo en el aprendizaje del objeto científico debido a prejuicios y resistencias tanto ideológicas como emocionales del científico. A esto lo denomina “obstáculo epistemológico”, situación que hace que un científico no progrese en el quiebre de un conocimiento previo para la adquisición de una perspectiva diferente de la problemática estudiada. Recordemos que para Bachelard “Se conoce destruyendo el conocimiento anterior” (1) y que entonces toda sujeción acrítica a lo dado y cualquier preservación de cierta plataforma de seguridad epistémica es para él una obsecuencia imprudente a un saber ya perimido. En consecuencia adoptar algún fenómeno cómo “inequívoco y natural” y no preguntar acerca de sus determinaciones y complejidades puede operar como una defensa hacia los cambios que pueden traer aparejados el despliegue de un saber que puede sorprender y hasta escandalizar al científico y a la sociedad en general (poniendo en jaque no sólo estabilidades intelectuales sino también políticas y económicas).

En consecuencia su propuesta es no tomar ningún fenómeno cómo acabado sino de poder problematizar ese carácter supuestamente esencial e interrogarlo hasta sus últimas implicaciones racionales: “Y entrando en el detalle mismo de la investigación científica frente a una experiencia bien determinada que pueda ser registrada como tal, verdaderamente como una y completa, el espíritu científico jamás se siente impedido de variar las condiciones, en una palabra de salir de la contemplación de lo mismo y buscar lo otro, de dialectizar la experiencia” (2) En términos del filósofo alemán Georg Hegel: “La filosofía debe su origen primero a la experiencia (al a posteriori). Pero, en realidad el pensamiento es esencialmente la negación de un existente inmediato” (3) y agrega: “Por una parte, las ciencias empíricas no se contentan con el simple percibir de los fenómenos singulares, sino que, pensando sobre ellos elaboran la materia para suministrarla apta a la filosofía, buscando determinaciones generales, géneros y leyes y dan así al contenido de lo particular la preparación para que pueda ser recibido en la filosofía” (4) Podemos cotejar entonces como estos dos autores comparten una desconfianza clara y racional con respecto a lo que metafísicamente se presente como igual así mismo, sustancial, incambiable.

La creencia en la legitimidad de algún existente inmediato como dato último e irrefutable es subvertida tanto por Bachelard como por Hegel por la razón dialéctica, entendiendo a dicha razón como una permanente problematización de toda afirmación (ya que toda afirmación en esta concepción filosófica conlleva su negación) lo cual imposibilita pensar cualquier realidad como sustancial o dogmática. En este sentido coinciden ambos en criticar a quienes no adoptan hasta el final de su análisis este abordaje de lo real; al respecto Hegel: “La concepción de la dialéctica como constituyendo la naturaleza misma del pensamiento, y de que éste, como intelecto debe emplearse en la negación de sí mismo, en la contradicción, constituye uno de los principales puntos de la lógica. Pero sucede que el pensamiento, desesperado de poder sacar de sí la solución de la contradicción en que se ha puesto, torna a las soluciones y a los calmantes que el espíritu encuentra en otras de sus modas y formas…” (5) y en el mismo sentido Bachelard: “Es por otra parte muy notable que, de una manera general, los obstáculos a la cultura científica se presentan siempre por pares. A tal punto que podría hablarse de una ley psicológica de la bipolaridad de los errores. En cuanto una dificultad se revela importante, puede uno asegurar que al tratar de eludirla, se tropezará de un obstáculo opuesto.” (6) Como podrá observarse se trata de racionalidad, de dialéctica y de considerar como poco serio y riguroso el abandono de la ubicación y superación de las contradicciones en la filosofía para Hegel, en la ciencia para Gastón Bachelard.

Es tan irónico como revelador que actualmente un obstáculo epistemológico que considero relevante para poder pensar el auge de propuestas neofascistas sea el de no poder dar cuenta del culto a la irracionalidad por parte incluso de aquellos que detentan el título de pertenecer a un pensamiento científico.

Me refiero a que la idealización de la “intuición” y de los “saberes más allá de la palabra y el pensamiento” en ámbitos como el arte, la política y la salud mental expresado en opiniones irreflexivas e ingenuas tales como “Lo esencial de la experiencia humana es un misterio al que la razón no puede alcanzar” o “los acontecimientos cruciales del hombre no se pueden poner en palabras” son los actuales “dogmas metafísicos” que, tomando la propuesta de análisis de Gastón Bachelard, impiden pensar como pensamos ya que implican una manera de pensar que rechaza al pensamiento como tal (imposibilitando de manera radical el análisis del fundamento de todo conocimiento)

De esta manera se abona el terreno al desprecio por los argumentos y el rechazo a la necesidad de justificar de manera lógica lo que se asevera.

Este odio al pensamiento es parte estructurante de la ideología actual que promueve el auge de líderes políticos que apelan a la imagen y no a la ética, a la prepotencia y no a la crítica fundada en conocimiento , al slogan vacío y no a la propuesta política, al odio a lo diferente y no a la construcción política.

 

Alejandro Pascolini.

 

(1) Gastón Bachelard “La formación del espíritu científico” Contribución a un psicoanálisis del conocimiento objetivo. Siglo Veintiuno editores (1948) Buenos Aires Argentina.
(2) Gastón Bachelard “La formación del espíritu científico” Contribución a un psicoanálisis del conocimiento objetivo. Siglo Veintiuno editores (1948) Buenos Aires Argentina.
(3) Georg Hegel “Filosofía de la lógica y de la naturaleza” Biblioteca filosófica (1969) Buenos Aires Argentina.
(4) Georg Hegel “Filosofía de la lógica y de la naturaleza” Biblioteca filosófica (1969) Buenos Aires Argentina.
(5) Georg Hegel “Filosofía de la lógica y de la naturaleza” Biblioteca filosófica (1969) Buenos Aires Argentina.
(6) Gastón Bachelard “La formación del espíritu científico” Contribución a un psicoanálisis del conocimiento objetivo. Siglo Veintiuno editores (1948) Buenos Aires Argentina.